
En la etapa adulta, las personas han atravesado toda clase de circunstancias que conforman una historia vital particular, única. Y es esta historia la que ─a través de nuestros aprendizajes, de la relación que hemos establecido con los diferentes eventos de los muy variados contextos que habitamos─ explica nuestro repertorio de conductas, es en ella donde están enraizadas las formas en que respondemos ante el mundo que nos rodea.
Muchas de las experiencias vividas se habrán superado con éxito. Sin embargo, en algunas ocasiones, los problemas duran demasiado tiempo o incluso parece que no tienen solución. Es el propio paso del tiempo lo que a menudo nos hace generar unas expectativas de que nada va a cambiar. No obstante, la ciencia psicológica sabe que esto no es así, y que el cambio puede ocurrir siempre y cuando se den las condiciones apropiadas para ello.
Debemos tener en cuenta que en este periodo de la vida, además de los malestares derivados de problemáticas que pueden estarnos afectando desde la adolescencia o incluso desde la infancia, la necesidad de adecuación a nuevos contextos muy demandantes (laboral, social, sexo-afectivo…) es fácil que suponga una fuente de estrés añadida, incluso aunque se cuente con herramientas apropiadas y con unas condiciones materiales suficientes. Por ello, en esta etapa vital podemos ver tanto acrecentarse problemas psicológicos incipientes o latentes como irrumpir nuevas problemáticas hasta el momento insospechadas.
Recordemos que el ser humano deviene persona solamente a través de la socialización y que los problemas psicológicos son por necesidad problemas sociales-relacionales, muchas veces producto de las inequidades e injusticias sistémicas, así como de las prácticas culturales que participan del mantenimiento y la legitimación del poder normalizador de las formas posibles de estar en el mundo.
